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Dencuncia de irregularidades en la empresa

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José Ignacio Rucci

José Ignacio Rucci comenzó a militar dentro del gremialismo argentino a partir de la caída del gobierno del General Perón, cuando la impotencia y la confusión invadió las filas del movimiento luego de la desaparición a veces forzada y otras voluntaria, de los dirigentes partidarios. Forzada, a raíz de la detención masiva de peronistas decretada por la contrarrevolución gorila. Voluntaria, porque numerosos cuadros de conducción, acostumbrados a la comodidad y a la seguridad brindada por pertenecer al régimen oficial, huyeron en cuanto sonaron las primeras voces de triunfo de la libertadora. Los que constituían cuadros intermedios, como Rucci, que pertenecía a la Unión Obrera Metalúrgica, tuvieron que comenzar solos una tarea de resistencia que apelaría a todos los expedientes: desde la huelga obrera hasta el atentado terrorista.

Ianini es casi un asesor de la CGT. Junto con Osvaldo Agosto, antiguo militante de la Juventud Perónista y colaborador de José Rucci hasta su desaparición, compartía una empresa de publicidad que tuvo a su cargo, desde meses atrás, toda la tarea de prensa de la CGT. Ianini con su familia, vivió hasta comienzos de este año en una casa de Avellaneda 2953, que debió abandonar ante “problemas personales”, según comentaban en el velorio en la CGT allegados al dirigente muerto. No quiso dejarla totalmente y la cedió a José Rucci, quien la tomó como lugar circunstancial de residencia. En ese lugar, el martes 25 de setiembre, Rucci caería abatido por veinte balazos.
Eran tiempos en que la intervención dispuesta a la CGT obligaba a los dirigentes gremiales a pasar a la clandestinidad, mientras los sindicatos eran entregados a representantes gorilas y comunistas, nuevamente mancomunados luego de la experiencia fracasada de la Unión Democrática. Rucci estuvo allí. En la Intersindical, que fue la denominación adoptada en reemplazo de la Confederación General del Trabajo. En los plenarios obreros de la CGT auténtica, una herramienta que acompañó las tareas de la intersindical y por la cual pasaron casi todos los actuales dirigentes sindicales. En esas asambleas fue Rucci un fogoso orador, un activista que comprendió las enseñanzas de Perón; en el sentido de que la clase trabajadora no debía atarse jamás a la lucha por unos centavos de más en el salario sino que debía participar en las decisiones políticas fundamentales del país. Fue entonces un peleador que reunió las características de los dirigentes metalúrgicos: agresivo y terminante en sus decisiones, expeditivo para resolver situaciones y como todos los obreros carecientes de una preparación teórica, inteligente y sagaz en sus intuiciones y equivocado en muchos razonamientos, como ese que repetía a menudo cuando decía que no era político.

Ese día se afirmaron muchas cosas sobre los motivos de la presencia de Rucci en Nazca y Avellaneda. “Era la casa de su suegra”, afirmó el vespertino “La Razón”, agregando que “Rucci había pasado la noche” en esa Anca y se aprestaba a concurrir a la CGT cuando lo asesinaron. Otros diarios, en cambio, creyeron que la casa pertenecía a un primo de Rucci. Sobre si entraba o salía de la casa cuando fue baleado, en general se coincidió en que había dormido en ese domicilio, y que el ataque se produjo cuando salía de la casa en dirección a la central obrera. Pero lo cierto es que Rucci había concurrido en la mañana a la CGT, había regresado a Avellaneda 2953, y luego de penetrar en la casa y detenerse allí unos minutos, se disponía a volver a la entidad de los trabajadores.
Pero aunque lo negara, Rucci evidentemente era un político. Su vida quizás tiene dos épocas: desde 1955 a 1962 y desde 1968 a 1973. La primera comenzó, cuando cayó el gobierno Peronista, desarrollándose en la resistencia al régimen militar, ese que terminó el plenario citado por el capitán de navío Laplacette, entonces interventor en la CGT, entonando la Marcha Peronista, y culminó en los últimos años del régimen frondicista, cuando su influencia en el gremio metalúrgico se fue desvaneciendo y en su lugar, como sucedió en otros sindicatos, se vio a otra clase de dirigentes, más duchos en el arte de la discusión, más negociadores, capacitados para una sub etapa que reemplazaba en la negociación la pelea franca contra la reacción gorila. En ese periodo Rucci fue poco a poco desapareciendo de la primera plana sindical y se sumergió en una tarea rutinaria de visitar secciones y organizar congresos de delegados del gremio.

La casa de Avellaneda 2951, que tiene dos pisos con amplios ventanales a la calle, estaba vacía desde hace varias semanas. Un gran cartel, sobre el piso superior, anunciaba que permanecía en venta. Según versiones de los vecinos, la vivienda —ubicada junto a la ocupada por Rucci— fue visitada la semana anterior al atentado por tres jóvenes que pidieron los planos de la casa “para efectuar modificaciones y montar allí una academia de enseñanza”. Cuando los jóvenes volvieron junto con los planos de la vivienda surgieron armas. El sereno, que acompañaba la recorrida de los jóvenes por las instalaciones donde funcionaría la futura academia, fue sorprendido y mientras el cuidador quedaba amarrado en una silla, los ocupantes hicieron probablemente ingresar a otras personas a la vivienda. Entonces eran aproximadamente las 9 de la mañana. Entretanto, en la manzana de enfrenta (sobre los techos de una agencia de automóviles o desde la terraza de una escuela judía) se montaba la otra parte de la maniobra de pinzas que eliminaría a Rucci: unos lo atacarían desde ese lugar y otros lo harían por atrás, desde la casa en alquiler.
La otra etapa se inicia en 1968 cuando el proceso político argentino se encrespó en virtud de la política represiva impuesta por la dictadura de Ongania. Vandor, para esos días, había decidido ponerse la corbata y visitar, en fila, al primer presidente de la Revolución Argentina. Los llamados de Perón para enfrentar al régimen militar cayeron prácticamente en el vacío. La mayoría de los dirigentes tenían siempre en la boca una frase de Perón, “desensillar hasta que aclare” con la cual intentaban justificar su inercia frente a la situación. Claro que Perón había pronunciado esas palabras 2 años antes, y mientras los gremialistas la repetían, sin importarles esa circunstancia, se preocupaban por mantener su “negocio” sindical y aun incrementarlo con la ayuda de San Sebastián, quien les otorgaría luego el control económico de las obras sociales. Comenzaba a manifestarse entonces la corrupción sindical y Rucci viajó a la ciudad de San Nicolás, acompañando a Roque Azzolina. Enviado por la conducción del gremio a normalizar la seccional de la UOM de esa localidad. Acompañaban a Azzolina, además de Rucci, Mariano Martín, actual presidente del Concejo Deliberante y Ramón Moreno, secretario de la seccional Avellaneda ejecutado por un comando de las Fuerzas Armadas Revolucionarias en octubre pasado. Rucci, finalmente, se quedó a cargo de la gestión normalizadora emprendida por Azzolina y después de un proceso muy cuestionado, en donde se lo acusó de connivencia con las autoridades de Somisa, fue elegido secretario general de la seccional San Nicolás de la UOM. Para ello, Rucci, quien nunca había trabajado en la ciudad, consiguió un certificado de delegado obrero de la firma Protto Hnos.

Tres horas más tarde Rucci abandonaba la casa, dirigiéndose al Torino patente provisoria E 75885, que habitualmente lo trasladaba. Los relatos de los testigos sobre el comienzo de la agresión son contradictorios. Pese a ello, se puede afirmar que el operativo que eliminó a Rucci comenzó aparentemente cuando, desde la vereda de enfrente, le fueron arrojadas varias granadas, de las cuales una, al menos, no habría explotado. Tras las granadas, Rucci y Ramón Rocha —un guardaespaldas que llegó con él desde San Nicolás— se parapetaron detrás de la puerta abierta del automóvil.
Entretanto, desde la casa en venta de Avellaneda 2951, a través de un agujero efectuado al cartel del primer piso, se le efectuaban los disparos que le ocasionarían la muerte. En el Torino se encontraron 12 impactos de bala. Los demás acompañantes de Rucci, algunos todavía en la vivienda y otros sobre los otros dos automóviles que acompañaban al Torino, se quedaron paralizados por el terror. El líder de la CGT quedaba acribillado en el piso; Rocha, herido también durante el tiroteo, pedía a gritos ayuda a sus compañeros y Tito Muñoz, el chofer, con varios balazos en el cuerpo, aparecía como muerto. Luego se informaría que Muñoz estaba con vida, y, al igual que Rocha, sería trasladado a una clínica privada donde se le efectuaría una intervención quirúrgica de urgencia.

Un acuerdo entre el grupo de los “8? (llamado así a raíz de su expulsión simultánea de las 62 Organizaciones) y las “62? lo puso a Rucci en la secretaría general de la CGT. Eran mediados de 1970 y acababa de asumir la presidencia de la Nación el general Roberto Marcelo Levingston, quien reemplazaba al “premier” Juan Carlos Onqania. Varias veces quiso Rucci abandonar su cargo. En 1971 sólo una conversación telefónica con Madrid evitó su renuncia. En 1972, abierto el proceso electoral lanussista. Perón otra vez tuvo que ver en la permanencia de Rucci al frente de la Central Obrera. En esta oportunidad. Perón postuló a Rucci pese al cuestionamiento de una fracción gremial que desde entonces sería enemiga solapada de Rucci y que volvería a pedir su cabeza.
Mientras los matadores huían presumiblemente por los fondos de la vivienda, los acompañantes de Rucci llamaban a la policía y lloraban su muerte frente a su cuerpo ensangrentado, tirado aún sobre la vereda. Rocha alcanzó a declarar, antes de ser trasladado al nosocomio, que les “habían efectuado fuego cruzado”. Nos encerraron —añadió—, tiraron desde adelante y desde atrás. Y después se escaparon delante de nuestras propias narices. La zona, como es natural, se llenó rápidamente de curiosos, mientras los llamados anunciando la muerte de Rucci conmocionaban los teléfonos de los diarios. Las fuerzas de la policía entretanto, montaban sobre el lugar un cerrado dispositivo de seguridad que se prolongaría toda la tarde.

Aunque ambos siempre lo negaron en público, era conocido el enfrentamiento existente entre Rucci y Lorenzo Miguel, a quien hace poco más de un mes se le organizó en la colonia de vacaciones del gremio, “Ruta Sol”, un “Asado de la Lealtad”, en donde le fue otorgada una medalla en reconocimiento de su “práctica peronista”. En la comida, a la cual Rucci no fue invitado. Concurrieron las más altas figuras del gremio, entre ellas Victorio Calabró, vicegobernador de Buenos Aires, y Ricardo Otero, actual ministro de Trabajo de la Nación, quien a los postres saludó a Miguel como “heredero de Augusto Vandor”. A la semana Miguel fue nombrado, en representación del sector gremial del peronismo, titular del Consejo Superior Provisorio del Movimiento, agregándose a Rucci, designado quince días antes.
Acudieron entonces al lugar del hecho, compañeros de Rucci en la CGT: Lorenzo Miguel, el ministro de Trabajo, Ricardo Otero, y el jefe de la Policía Federal, general Miguel Ángel Iñíguez. A las dos de la tarde, cuando el cadáver de Rucci era trasladado en una ambulancia a la Morgue Judicial, hubo una disputa entre un custodio de Lorenzo Miguel y un policía de la Guardia de Infantería, que culminó con un intercambio de golpes entre ambos y un tiro disparado al aire por el policía. Los nervios tensos de los guardaespaldas sindicales se transformaron luego en una sucesión de insultos hacia la prensa y en un agitado ir y venir hacia el domicilio de Avellaneda. Comenzó a desarrollarse un inmenso operativo de caza de los agresores. Primero se circunscribió al barrio, en donde se suponía que podrían haber quedado algunos integrantes del comando atacante, y después se extendió a toda la Capital y el Gran Buenos Aires, donde se llevaron a cabo miles de allanamientos y un estricto control del tránsito automotor.

Además de la conflictiva relación con Lorenzo Miguel, Rucci empezaba a transitar, en los últimos días de su vida, la oposición al Pacto Social firmado con Gelbard a poco de comenzar el gobierno de Cámpora. A la vez Gelbard se habría quejado ante Perón por los pedidos de Otero y Rucci para favorecer a Bunge y Born desde el Ministerio de Economía.
Entre esas dos circunstancias, la mayor oposición a su persona emanaba a veces de la corrupta custodia que lo acompañaba, culpable en parte de la Matanza de Ezeiza, de los tiroteos en Olivos (cuando se recordaba el 9 de junio de 1956) y de numerosas agresiones a militantes de la Juventud Perónista. Uno de los integrantes de esa pandilla, Tomás Roberto Cardozo, escondido según fuentes sindicales, en la propia CGT, asesinó al dirigente juvenil de San Nicolás, Benito Spahn, hace un mes y medio.

A las cuatro de la tarde, el secretario adjunto de la CGT y a cargo ahora interinamente de la secretaría general de la entidad, Adelino Romero, informó a la prensa que se había dispuesto realizar el velatorio del extinto dirigente en la central obrera y concretar un paro total de actividades a partir de las 18 horas de ese día y por un lapso de 36 horas.
La medida incrementó el clima de terror reinante en la ciudad. La falta de previsión de los gremialistas —que comenzaron a las 18 un paro dispuesto dos horas antes— provocó que numerosos trabajadores, que recién abandonaban sus trabajos, se encontraran imposibilitados de regresar a sus domicilios en virtud de la paralización de los medios de transporte, especialmente los trenes. Mientras eso ocurría, se repetían las expresiones de pesar por la muerte de Rucci y se organizaba para el día siguiente, en la Chacarita, un funeral al que asistieron cinco mil personas.
Esa misma custodia, llamada ahora a combatir en una “cruzada santa” contra el trotskismo infiltrado en nuestro movimiento, le propuso dos veces a Rucci atentar contra “El Descamisado” por críticas formuladas al líder de la CGT en nuestra revista. Mientras los matones se ufanaban de constituir una valla impenetrable alrededor de Rucci, hacían ejercicio de una impunidad que terminaba siempre atentando contra los integrantes del peronismo. Sus físicos robustos y sus armas de guerra nunca fueron utilizados para enfrentar a la policía y a las fuerzas represivas del régimen militar.
Los golpes y los tiros siempre estuvieron dirigidos contra peronistas, especialmente contra los militantes de la Juventud. Rucci impidió por dos veces el acceso de sus matones a la sede de “El Descamisado”, pero no quiso o no pudo hacer lo mismo cuando torturaron en un hotel de Ezeiza el 20 de junio, o cuando, en la misma trágica jornada, balearon a mansalva a la multitud desde el palco oficial; cuando le pegaron a Héctor Cámpora en el congreso partidario de 1972 por querer cumplir las órdenes de Perón; cuando atacaron desde la CGT a una columna juvenil en octubre de ese año por gritar consignas combativas; cuando en Olivos y en José León Suárez utilizaron las armas contra los asistentes a los actos en recordación de los caídos en 1956; cuando robaron con Rucci la documentación de 4 distritos electorales de la provincia de Buenos Aires, depositados en la sede del Partido Conservador Popular, para modificar la lista de los candidatos e imponer sus favoritos; cuando iniciaron con Manuel de Anchorena, unos meses antes, la frustrada captura de la conducción política de la provincia, golpeando a Juan Manuel Abal Medina —entonces secretario general del Movimiento— en una reunión plenaria en Avellaneda: cuando salieron del local del gremio metalúrgico, para golpear y balear a una columna de manifestantes que había asistido al acto de asunción del presidente Cámpora y pasaban frente a la sede gremial agitando banderas contrarias a la UOM; cuando, finalmente, llegaban con Rucci a San Nicolás y se dedicaban a pelear con los parroquianos de bares y clubs nocturnos, según consta en las denuncias policiales efectuadas en esa localidad. De esos entreveros, siempre los salvaba Rucci: un llamado telefónico del líder cegetista y todo el trámite policial quedaba anulado. Luego de la muerte de Rucci, un columnista sugirió, desde el matutino La Opinión que habría cambiado nuestra opinión sobre Rucci si hubiéramos compartido, como él lo hizo, asado y mates con el extinto secretario general de la CGT. Pero el pueblo, que lamentablemente no puede acceder a esas reveladoras veladas, se guía por los hechos que produjo Rucci y los que produjeron también sus matones, sobre los cuales ese periodista se cuidó especialmente de hablar. Esos pandilleros, “cruzados contra el marxismo”, desocupados por naturaleza, vagos y provocadores, habituados a los automóviles sport y a los almuerzos de lujo, fueron los acompañantes de Rucci en el manejo de la CGT. Ellos fueron también, quienes lo llevaron hasta el cementerio de la Chacarita. El pueblo, pese a los deseos de los gremialistas y al relato chupamedia de algunos locutores televisivos, estuvo ausente en el sepelio.

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